07 marzo 2010

LA CARTA

Entre cuantas me llegaron aquel día había una carta que no quise abrir. Así ha quedado. La carta sigue apoyada en la mesa, con un halo de misterio a su alrededor. Sin embargo no me atrevo a abrirla, por miedo a que sea esa misma carta que llevo esperando las últimas dos semanas de mi vida. Su presencia no me deja dormir e incluso tengo miedo de respirar, como si la carta pudiese oír los alocados latidos de mi corazón, que ha dejado de sentir cualquier otra cosa que no sea un absoluto e incondicional terror.
Al fin me decido a levantarme de mi sillón y me acerco a la mesita de té que antaño había sido mi preferida. Con manos temblorosas cojo el sobre y el abrecartas más afilado que poseo y de un fuerte tirón abro el sobre. Despliego el papel, que es de una textura áspera, y comienzo a leer las palabras pulcramente escritas con tinta verde. Conforme avanzo en la lectura gotas de sudor van perlando mi frente y mi rostro se contrae en una mueca de absoluto horror. Siento que me mareo y me apoyo en el brazo de la silla para no caerme, todo mi mundo se tambalea y siento la certeza de que ya nada volverá a ser igual que antes. Tengo la sensación de que mi vida ha dado un giro brutal y las cosas que antes creía ciertas o incluso las normales y cotidianas, ya no tienen ningún sentido.
Pues bien, mi hermana murió hace dos semanas. Al hacerle la autopsia no vieron nada que pudiera haber causado su muerte, sin embargo algo más tarde lo descubrieron. Mi hermana Claudia no era un ser humano, era un robot, una máquina, y muy bien hecha. Mis padres, dos científicos entregados a su profesión, eran muy buenos haciendo su trabajo, pero jamás se me hubiera ocurrido que pudieran hacer una cosa así. Después de aquello sólo quedó lugar en mi cabeza para aquella pregunta, la pregunta que no me dejaba vivir, la aterradora pregunta, la más obvia…¿era yo una máquina?

Dejé que el papel resbalara por entre mis dedos y como en trance me levanté, y me dirigí a mi habitación, me acerque al escritorio y abrí uno de sus cajones. Allí me esperaba el puñal. Había estado siempre esperándome, auque yo no fuese consciente de ello y sólo viera en él el absurdo reflejo de un objeto que desde hacía mucho tiempo había ido pasando de generación en generación y que ahora me pertenecía. Lo alcé ante mis ojos, en verdad era hermoso, el mango de madera, ya antigua, y la hoja de acero, con el escudo de mi familia grabado en ella. Respiré hondo y mentalmente conté…uno…dos…tres… Abrí mucho los ojos, en una expresión que hubiera sido de dolor, pero que sin embargo era de asombro.
El puñal yacía en el suelo, inmóvil, hechicero del sueño en el que parecía encontrarme, y mi pecho, desgarrado por su filo, como un sobre abierto que te muestra la carta, mostraba la cruda realidad. Bajo mi piel no había sino otra cosa que metal, duro y frío metal.

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